Las culturas del desierto fueron clave para el desarrollo de la agricultura en Mesoamérica
Agencia de Noticias RTV (Cultura), 15 de abril de 2020
Torreón, Coah.- Décadas de estar en contacto con los materiales recuperados en la cueva mortuoria de La Candelaria, una sierra relativamente cercana a la Comarca Lagunera, ha llevado a la reconocida arqueóloga Leticia González Arratia, a proponer que los grupos de cazadores-recolectores que ocuparon el actual territorio del norte de México, fueron clave para el desarrollo de la agricultura en Mesoamérica debido a que construyeron un eficiente modelo de explotación de recursos naturales.
En el recién reestructurado Museo Regional de la Laguna (Murel), frente a las vitrinas donde se exhiben algunos de los objetos rescatados hace más de 65 años en ese sitio, la investigadora del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) sostiene que la proximidad con esta colección arqueológica le ha permitido teorizar, “plantear hipótesis distintas a las propuestas por los arqueólogos en general” sobre la trascendencia de lo que llama ‘las culturas del desierto’.
“Tal vez no sea del agrado de los ‘mesoamericanistas’ pero, considero que, gracias a las culturas del desierto, a su tecnología y conocimientos de supervivencia —el cual conjugaba la geografía y la estacionalidad de plantas, y del agua, con sus necesidades de reproducción social e ideológica—, es que pudo surgir la agricultura en Mesoamérica”.
La especialista del Centro INAH Coahuila resalta que para comprender esta hipótesis, es necesario observar la distribución del Desierto de Chihuahua, el más grande del norte del continente, el cual comprende tres estados del sur de Estados Unidos: Arizona, Nuevo México y Texas, una considerable extensión del estado mexicano homónimo, y se extiende al sur en parte de las entidades de Nuevo León, Coahuila, Zacatecas, Durango, San Luis Potosí e Hidalgo.
Asimismo, señala que debe retrocederse varios miles de años para situarse en las primeras migraciones que bajaron del Estrecho de Bering, múltiples generaciones que fueron dispersándose en Norteamérica.
En su opinión, dado a las glaciaciones del Pleistoceno, estos grupos “no podían venir por las altas montañas, por ejemplo, las Rocallosas (Canadá) y continuar por la Sierra Madre Occidental (suroccidente de Estados Unidos y oeste mexicano), sino que lo hicieron al pie de esas cordilleras.
“Entonces, van explorando y atravesando territorios como Cuatro Ciénegas (donde están localizados tres grupos de huellas humanas fosilizadas, las cuales se estima tienen 8,000 años de antigüedad) y el centro-norte de lo que hoy es México. ¿Cómo sobreviven?, comiendo tunas y los frutos del mezquite y del huizache, asando los corazones de los magueyes, todos ellos alimentos altos en proteína.
“La dispersión de estos grupos humanos trazó una especie de ‘lengua’. El Desierto de Chihuahua se va yendo hacia el Altiplano Central y llega al Valle de Tehuacán, en Puebla, donde —a inicios de los 60— el arqueólogo estadounidense Richard S. MacNeish excavó cinco cuevas en las que obtuvo restos arqueológicos de plantas de maíz de aproximadamente 5,000 años de antigüedad”.
De acuerdo con González Arratia, la existencia de sitios arqueológicos con características muy similares por sus materiales textiles, entre otros, concretamente en cavidades de California y Utah (Estados Unidos), la Cueva de la Candelaria, en Coahuila, y las citadas del Valle de Tehuacán, caso de la Cueva de Coxcatlán, “sugiere que el poblamiento de América siguió este rumbo y, por tanto, fue marcado culturalmente por el desierto”.
El discurso museográfico del Murel recupera este dilatado poblamiento del norte de México, en particular de la región noreste, donde la presencia de grupos nómadas dedicados a la caza, pesca y recolección, se fue dando hace más de 11,000 años (9540 a.C. – 100 a.C.).
Para su sobrevivencia, les fue imprescindible desarrollar un conocimiento profundo de la ubicación del agua, como los manantiales de los cerros; así como de los hábitos de los animales y del periodo del florecimiento de las plantas. Así, la consolidación de las culturas del desierto tardó, al menos, cuatro milenios y medio, de 5100 a.C. a 600 a.C.
Ese modelo de civilización no requirió “grandes transformaciones”, pero sí de un movimiento continuo, en parte, debido a necesidades de producción y reproducción física de los habitantes, y por exigencias rituales, religiosas y de reafirmación de los lazos sociales, de parentesco y políticos de esos diferentes grupos del desierto.
Tradición mortuoria en cuevas
Las cuevas mortuorias son parte de esa tradición, pues los antecedentes de ocupación de estos espacios van de 600 a.C. a 1350 d.C. Es posible que las poblaciones del desierto depositaran ahí los cadáveres en posición fetal, como una referencia simbólica a la Madre Tierra, representando el retorno al útero materno.
Leticia González no deja de reconocer la “visión” que tuvieron los prehistoriadores Pablo Martínez del Río y Luis Aveleyra Arroyo de Anda, quienes excavaron la Cueva de Candelaria entre 1953 y 1954. Con sumo cuidado extrajeron los cerca de 300 bultos mortuorios que guardaba en su interior, acompañados de textiles, cestos, instrumentos de madera y hueso, pieles de venado… preservados gracias a la sequedad del espacio.
Por al menos 350 años, entre 1000 y 1350 d.C., estos nómadas bajaron por el complicado tiro de nueve metros que antecede a la bóveda, para devolver a la tierra a hombres, mujeres y niños que perdieron la vida en el horizonte sin límites del desierto.
Sus cuerpos preservados y los objetos con que fueron acompañados, son testimonio de su vida hasta antes de la presencia española. El cambio en sus sistemas de vida, las enfermedades contraídas (desconocidas en América) y la muerte por el trabajo forzado en minas de plata cercanas a esta región, produjeron una elevada mortalidad. Para principios del siglo XVII los nómadas habían desaparecido.