Francisco, ¿hasta dónde los cambios?
Excélsior, 9 de abril de 2013
El nuevo Papa ha trabajado en la Curia Romana en posiciones claves y estuvo muy cerca de alcanzar el pontificado cuando fue elegido su antecesor, Benedicto XVI
Se llama Jorge Mario Bergoglio, mejor conocido como Francisco. Nació en Argentina, el otrora arzobispo de de Buenos Aires, es jesuita.
Antes de ser sacerdote, fue técnico químico, se educó en su país natal, en Chile y en España. Ha trabajado en la Curia Romana en posiciones claves y estuvo muy cerca de alcanzar el pontificado cuando fue elegido Joseph Ratzinger, su antecesor, Benedicto XVI.
El cardenal Bergoglio, ahora Francisco es, como se ha dicho, un papa de transición, ya que cuenta con 76 años, pero es también un hombre que llena muchos de los requisitos que se buscaban en este cónclave cardenalicio: se lo conoce como un hombre austero y sencillo, con una muy sólida formación teológica, con experiencia dentro y fuera de la Curia romana.
Es jesuita, lo que marca una diferencia importante con los pontífices anteriores y no se le conocen situaciones conflictivas relacionadas con casos de abusos sexuales o, incluso, de las relaciones tan comprometidas que tuvieron sectores de la Iglesia argentina en los años de la dictadura militar.
No es, ni mucho menos, un hombre que se pudiera calificar como progresista, pero tampoco pertenece a los sectores más conservadores de la Iglesia.
Y muy probablemente es el hombre que el propio Benedicto XVI preferiría como su sucesor al frente de los católicos.
Francisco puede asumir con ese bagaje muchos de los retos actuales del catolicismo, desde las complejas (y en muchos casos justificada y sospechosamente manejadas) finanzas del Vaticano, hasta la 2013limpieza que se debe terminar de hacer para acabar con los escándalos de pederastía. Y puede hacerlo con la energía que reclamaba su antecesor, porque al mismo tiempo conoce profundamente los manejos y equilibrios de la Curia.
La pregunta es si es suficiente. La adaptación de la Iglesia católica a nuestros tiempos exige cambios mucho más profundos que no parece que nadie esté dispuesto a asumir.
No deja de ser una demostración de ello que la elección del nuevo pontífice, en pleno siglo XXI, se realice en un cónclave cerrado en donde participaron sólo 115 cardenales; que en la Iglesia sigan estando tan excluidas las mujeres; que no se revisen normas que parecen tan lejanas de la realidad como el celibato al que muchos estudiosos relacionan, aunque esa relación obviamente no sea directa, con los casos de abuso sexual que tanto daño han hecho a la propia Iglesia.
No se podrá argumentar que estamos ante una institución de más de dos mil años de antigüedad que se ha regido y sigue haciéndolo por principios sólidos que se han mantenido a través de décadas.
Es verdad, pero la propia Iglesia, cuando se analiza su historia, se comprueba que ha cambiado muchas veces cuando lo necesitó, cuando le fue necesario. Pero también que ha perdido peso e influencia cuando no lo ha hecho.
¿Puede realizar cambios tan radicales?
Posiblemente no, menos aún en el corto plazo, pero lo que no puede negar es el debate sobre esos temas que, desde el Concilio Vaticano II se han ido perdiendo por una rápido regreso a la ortodoxia.
Entre los muchos análisis relacionados con el cónclave que concluyó ayer, se podían leer los que extrañaban los grandes debates de esos años, los grandes teólogos, más liberales o más conservadores de esos años (entre los cuales Ratzinger comenzó a ser una figura importante), pero debates que pusieron estos y varios otros temas claves sobre la mesa.
Hoy, aunque están en el corazón de muchas de las preocupaciones que llevaron a la renuncia de Benedicto XVI y la búsqueda de una renovación en la Santa Sede, no parecen estar en el ánimo del debate.
No sabemos, sinceramente y fuera de los méritos que se le conocen a Bergoglio, hoy Francisco, no es factible que esos temas vuelven al primer plano pero en muchas ocasiones para poder permanecer y conservar hay que aceptar que se debe cambiar.